México es un país de tierras jóvenes. Su población es joven, su geología incipiente, las selvas lujuriosas y los terremotos, ciclones y tsunamis devastadores. Todo es un poco excesivo, telúrico. Es algo que se capta con nitidez aunque sin saber muy bien cómo.
Se desprende de los grandes murales de Rivera u Orozco, de la almibarada y mentirosa música de los boleros de Lara, de los tremendos corridos y rancheras que se desgarran más que se cantan en las cantinas, de los barrancos y quebradas de la Sierra Madre, de las nueve bahías de Huatulco, de las hondas miradas de los pueblos indios, del sentido semisagrado de la amistad, de sus treinta y cinco clases de chiles.
Otro rasgo indeleblemente aparejado a México es la alegría. Quizá por eso Raymond Chandler hiciera afirmar a Marlowe que no hay nada más triste que un mejicano triste. Es difícil pasar un minuto en México sin oír música: en los zócalos, en el bus, en algún radio lejano.
Un territorio de enorme variedad e innumerables atractivos: selvas impenetrables, volcanes, playas caribeñas, desiertos, barrancas, monumentos y culturas deslumbrantes, clavadistas y mariachis, villistas y zapatistas, malinches e indigenistas.
Quizá a alguien pueda llegar a exasperarle, enojarle o hacerle contar hasta mil. La gran mayoría lo amamos. A nadie deja indiferente.
marsela
24/05/2012 at 22:26
q bonito