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Marruecos: Las ciudades de los españoles

Un recorrido diferente por Marruecos
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Hay un circuito de ciudades en Marruecos que resulta bien conocido de todos: el de las ciudades imperiales (Fez, Meknés, Marrakech). No es un mal recorrido, ni será quien esto escribe (visitante agradecido de las tres) quien lo desaconseje. Pero en estas páginas quisiera proponer un recorrido diferente, menos trillado, quizá menos vistoso (aunque eso es opinable) pero no menos fascinante: el Marruecos de las ciudades de los españoles, la ruta que forman todas esas ciudades en cuya fundación o en cuyo esplendor intervinieron decisivamente gentes venidas de la Península Ibérica. Quizá sorprenda a algunos descubrir que son muchas (y no pretendo aquí ser exhaustivo).

Melilla

Creo que esta ruta sólo puede comenzar en Melilla. La mayoría de los españoles piensa que es un lugar al que no merece la pena ir. Algunos hicieron allí la mili, y la odian en el recuerdo. Los demás se dejan llevar por lo que éstos cuentan. Se escucha menos a los que, enviados allí por el sorteo militar, la recuerdan con nostalgia. Pero los hay, y no son pocos. He podido conocer a algunos, y después, al ver Melilla, comprenderles. Para empezar, Melilla es África. No sé qué hay en ese continente, pero en cuanto uno pone el pie en él percibe que las intensidades son muy superiores a las europeas. Las de la luz, las del aire, las de la gente. Eso sucede en Melilla, como en cualquier otra ciudad africana. Pero además, Melilla posee el atractivo de su historia, de sus cinco siglos resistiendo incrustada en tierra de infieles, padeciendo asaltos y asedios, poblada por presidiarios y soldados. Uno de los más hermosos paseos que pueden hacerse en el mundo (al menos que yo conozca) consiste en recorrer por la mañana temprano o al atardecer la fortaleza de Melilla la Vieja, la antigua ciudadela que durante muchos años fue todo lo que los españoles pudieron defender sobre esa áspera tierra del Rif. Ahora es un lugar lleno de paz, entre el fastuoso horizonte marino y la mole inmensa del monte Gurugú, desde el que en tiempos más duros llegaban los proyectiles enemigos.

Para entrar en Marruecos, desde Melilla, permítaseme recomendar la frontera de Beni-Enzar. No es un espectáculo agradable. Está atestada de marroquíes que intentan sortear el filtro de la policía española para entrar en Melilla, de contrabandistas míseros que circulan en sentido inverso y discuten con los gendarmes y los guardias marroquíes para ajustar el soborno que les permitirá pasar las mercancías que traen a cuestas. Se puede contemplar la lucha por la supervivencia en estado puro, y ése, para los ojos europeos, no es un espectáculo agasajante. Pero resulta aleccionador.

Nador

A unos veinte kilómetros de Melilla está Nador, la primera de las ciudades hispanomarroquíes que surgirá en la ruta. Que es una ciudad trazada y levantada por los españoles, lo atestiguan nada más llegar las ruinas del cuartel de regulares y la disposición misma de las calles, en todo similar a la de una ciudad andaluza mediana (sobre todo, a los barrios erigidos en los años 40 y 50). También lo proclama la iglesia que allí sobrevive, impertérrita, como se la ve en las fotografías del verano de 1921, cuando los rifeños sublevados arrasaron la ciudad. Enfrente está la Mar Chica (o Bu Areg) una plácida laguna litoral que vio muchas veces despegar a los hidroaviones españoles (por ejemplo, los que desde allí partieron hacia Guinea Ecuatorial en el vuelo de la Patrulla Atlántida, una de las grandes gestas de la aviación, de la que ahora se cumplen justo 75 años). De Nador puede recomendarse su mercado, de curiosa arquitectura (llamado “El Corte Moro” por los melillenses que allí van a comprar), y su mezquita, para la que levantaron no hace mucho un altísimo y esbelto minarete rematado en policromía azul.

Alhucemas

La siguiente ciudad de la ruta, tras ciento y pico kilómetros de trayecto por los fieros riscos del Rif oriental, es Alhucemas, fundada por los españoles en 1926, después de derrotar a los rebeldes rifeños que en aquellos acantilados de la bahía del mismo nombre tenían su cuartel general. Crear esa ciudad fue una manera de conmemorar el triunfo militar europeo, y quizá por eso se la llamó Villa Sanjurjo, tomando el apellido de uno de los generales que conquistaron el bastión. Alhucemas (en árabe, Al-Hoceima) es una ciudad de buen tamaño, que también delata sin ambages su factura española. Sus edificios no poseen una belleza especial (son funcionales, y el tiempo les va pesando), pero el conjunto de la ciudad, subido a los farallones de la costa, es magnífico. Desde la cala del Quemado (escenario de los más sangrientos combates registrados durante el desembarco español), se la ve encaramada a la roca, con su mezquita blanquiverde asomada al mar. Y si se puede escoger la fecha del viaje, hay que ir en julio o agosto, cuando vuelven todos los emigrantes, se celebran todas las bodas y la ciudad entera es una fiesta de los que durante el resto del año viven desterrados en el oscuro norte de Europa.

Fez

Desde Alhucemas, atravesando el Rif occidental (nada que ver con el oriental, con sus bosques de cedros que alcanzan su apoteosis en las altas tierras de Ketama, hoy más conocidas por el hachís: cuidado, por cierto, con los traficantes y con los numerosos controles policiales), la ruta continúa hasta Fez. Es la única intersección con la ruta de las ciudades imperiales. Pero es que también Fez la hicieron, en gran medida, españoles. Lo eran, para mí, los que en el siglo IX, expulsados de Córdoba por Alhaquem II, allí se refugiaron y fundaron el barrio de los Andaluces, una de las dos mitades de Fez el-Bali, o Fez la vieja, la antigua medina. No son pocos los que conocen esa medina, entre cuyos oscuros pasajes uno retrocede en el tiempo muchos siglos, a la época en que todavía las cosas conservaban su sabor y se vivía al ritmo que el espíritu impone a los hombres sabios y meditadores. Los que no la conozcan, no deberían morirse sin verla. Tiene algo que no hay en otra parte. Algo que difícilmente pueden decir las palabras.

Chauen, Xauen o Chefchauen

Desde Fez, subiremos hasta Xauen o Chefchauen. He oído a muchos marroquíes decir: “Sí, a todos los españoles les encanta Chefchauen”. No lo dudes, lector, a ti también te encantará esta ciudad blanca suspendida de la montaña, con una medina laberíntica completamente encalada, por la que pasear de noche constituye un placer de dioses. Xauen, por otra parte, es como un gran pueblo andaluz. Y en efecto, se dice que fue fundada por musulmanes huidos de Al-Ándalus allá por el siglo XV. Durante mucho tiempo fue ciudad santa, cerrada a los extranjeros, que sólo entraban en ella para ser ajusticiados. Los españoles la conquistaron en 1920, después de amenazar con arrasarla a cañonazos si no se rendía. Y cuando los soldados españoles avanzaban, fusil en mano, por las callejas de la medina de Xauen, se encontraron con seres sigilosos y huidizos que los saludaban en castellano del siglo XVI, con grandes reverencias y un escueto: “Dios os guarde”. Eran los descendientes de los otros españoles que terminaron de hacer Xauen, los judíos expulsados de España por los Reyes Católicos en 1492.

Tetuán

Desde Xauen, en un breve salto, se llega a Tetuán. También fue fundada por fugitivos del Al-Ándalus, según la leyenda, y durante los cuarenta y cuatro años de dominación española ofició como capital del Protectorado. Allí, de 1912 a 1956, tuvieron su sede el Alto Comisario (la máxima idad española de la colonia) y el Jalifa (delegado del sultán para la zona española). Todavía puede verse la residencia del primero y el palacio del segundo, hoy uno de los muchos y suntuosísimos palacios reales de Marruecos. Tetuán, también colgada de una montaña, es blanca y bulliciosa y contempla satisfecha las lejanas cumbres del Gorgues, un impresionante macizo montañoso al que se abren las perspectivas de todas las calles. Posee una medina extensa y antiquísima, Patrimonio de la Humanidad, aunque tan deteriorada que habrá que darse prisa para poder verla. Y como todas las ciudades marroquíes, es un puro sueño al anochecer.

Arcila y Larache

La siguiente etapa, atravesando el Yebala, la región noroccidental de Marruecos, nos lleva a Arcila y Larache, dos hermosas ciudades costeras del Atlántico. Las perspectivas oceánicas de Arcila, la plaza mayor y la franja marítima de Larache, también están llenas de reminiscencias hispanas. Aunque la relación con los españoles a menudo se trabó a sangre y fuego, durante cuatro décadas formaron parte de la zona más pacífica del Protectorado, y son dos de los lugares donde mejor y más huella pudo dejarse. El aparcacoches de la plaza de Larache llevaba en 1997, y quizá lleve todavía ahora, una placa en la que se leía, escrito graciosamente a mano: Garde de estacionamiento.

Rabat

La ruta, esta ruta, concluye en Rabat. Pocos lo saben, pero el esplendor de Rabat, antigua república pirata, se debió a gentes de Hornachos, Badajoz. Los hornacheros, como se les llamó, fueron unos nobles moriscos expulsados de España merced a la triste orden de Felipe III. En venganza, se establecieron en Rabat y se dedicaron, con la ayuda de pilotos holandeses, a saquear como corsarios los barcos españoles. La república pirata sobrevivió semiindependiente hasta bien entrado el siglo XIX, cuando ejecutó su último abordaje registrado, sobre un barco del imperio austrohúngaro. Rabat, para muchos desconocida, está llena de encantos (no por azar pusieron en ella los franceses su capital). Pero sobre todo lo que encierra, ya que ésta es la ruta del Marruecos de los españoles, quisiera recomendar la Kasbah de los Udaia, la vieja fortaleza donde tenían su guarida aquellos compatriotas piratas, y desde la que hoy se contempla toda la ciudad, la ría de Salé y siempre, la inmensidad del mar. El mar que muchos de los nuestros cruzaron de mal grado, empujados por el odio y la sinrazón. Al menos, todas aquellas guerras y todos aquellos desgarros sirvieron para que nos legaran estas ciudades donde reencontrarnos.

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